Vuelve esa corta temporada en la que se pueden encontrar guisantes en vaina. Abrirlos escrupulosamente deslizando su tallo como si de una cremallera se tratara y descubrirlos en una disposición casi sospechosa, como a punto de iniciar una coreografía impredecible. Es un rito con el que me sigo deleitando mientras hago un esfuerzo por reservar algunos para la próxima atacada, recordando el cuento de aquella princesa insomne por culpa de un guisante bajo su indecible pila de colchones, y a Mendel, el padre de la genética, a quien estudié en la asignatura que acabé por aborrecer, a pesar de gustarme tanto los guisantes, las plantas, los misterios de la vida.