Un busto de Chopin preside una de las paredes de mi casa. A su música no le dedico todo el estudio que se le supone a un pianista, pero lo admiro y admiro a quienes lo tocan como si encontraran en él su propia voz. Digo esto porque no me cuento entre ese tipo de intérpretes y, para mí, Chopin representa siempre un reto más intrincado que el de mil páginas de música de vanguardia.
Así y todo, hoy he devuelto a Chopin a mi atril y, tras unos minutos de lectura no resuelta, he empezado a proferirle ciertos comentarios que, si bien indecorosos, sólo merecen aquéllos quienes nos recuerdan, a pesar del tiempo y de las modas, de qué prodigios no seremos capaces sin contraer con ello una enorme deuda espiritual.
No hay nada como volver a los clásicos, una y otra vez, para reconocer nuestras limitaciones y aspirar a superarlas. Así sigo recorriendo la partitura, como el explorador que se abre paso entre la maleza, pensado en qué haríamos sin los hombres que han sido mejores que nosotros.